martes, 6 de octubre de 2009

El Latin (parte 2)

1. LATÍN MEDIEVAL Y LENGUA VERNÁCULA
El uso de glosarios es conocido desde época muy antigua; estaban destinados a facilitar la interpretación de los textos latinos. Cuando el latín escrito se fue alejando de los modelos clásicos, la necesidad de utilizar estos lexicones fue mayor. Por ello proliferaron en toda la Romania; particularmente numerosos fueron tras la desmembración del Imperio, en el siglo V. Constituyen la base documental del gran "corpus" de la latinidad medieval recogido por Du Cange en el siglo XVII.

Seguramente de la variedad y riqueza de estas fuentes documentales surgió la idea de la existencia de un latín medieval, distinto del latín clásico y sobre todo, opuesto a él en cuanto lengua destinada exclusivamente a la escritura. Por eso durante un cierto tiempo la pregunta que se hicieron los filólogos acerca de este asunto era la de cuándo dejó de hablarse latín. Para algunos, la lengua hablada en época visigótica ya no era latín, sino protorromance, en cuanto que en él se manifestarían ya muchos de los procesos evolutivos que después se desarrollarían de manera diferente, dando lugar a las distintas lenguas romances. Por tanto, en las fuentes escritas de la época visigótica se manifestaría una lengua artificial, aprendida por unos pocos en la escuela, que no coincidiría con la lengua hablada.

Bastardas 1 dice que para la Península Ibérica no puede hablarse de latín medieval hasta después de la invasión musulmana, cuando la fragmentación política y territorial, unida a una grave depauperación cultural, aceleró los procesos evolutivos que dieron lugar a las lenguas iberorrománicas. Si echamos la vista hacia la Galorromania, la situación es completamente diferente; el Imperio carolingio había favorecido, como elemento añadido a su intento de recuperación del antiguo Imperio romano, una restauración de la latinidad, lo que provocó el alejamiento de la lengua de la escritura del uso oral, que correspondería a la naciente lengua romance. Es evidente, pues, que entre la Iberorromania y la Galorromania se dieron situaciones muy diferenciadas: degradación cultural en la primera, culminación de un proceso restaurador de la latinidad en la segunda. Algunos filólogos, como R. Wright, ven en ello la razón de que no deba hablarse de latín medieval antes de la refonna carolingia. Para él, ese concepto es aplicable únicamente al latín nacido en las escuelas carolingias, que había de trasladarse por medio de la reforma cluniacense a la Península Ibérica. Por tanto, en el caso de Hispania (dejando al margen a Cataluña por su vinculación especial con el reino franco), no podría hablarse de latín medieval hasta después de 1080, año de la fundación del monasterio de san Juan de la Peña, con el que se inició la influencia cluniacense en España, el abandono del rito mozárabe, la instauración de diócesis con obispos de procedencia franca, la influencia política ultrapirenaica, la creación de colonias francas en numerosas villas, etc. Su tesis es que hasta la reforma cluniacense, en Hispania se utilizaba un vernáculo común que se trasladaba a los textos escritos de acuerdo con una ortografía que producía la apariencia de una lengua distinta a la común. Esto es, existía un monolingüismo básico que correspondería tanto a las manifestaciones orales como a las escritas, aunque éstas estuvieran recubiertas por una apariencia de latinidad. De este modo, el latín medieval sería sólo el latín postcarolingio. Esta hipótesis ha sido tenazmente mantenida en los últimos quince años por el hispanista británico. La tendré en cuenta para valorar la función que los glosarios medievales desempeñaron en tanto en cuanto que ello ilumina algunos aspectos de la historia de la lengua española.

2. LA SITUACION EN EL PERIODO VISIGOTICO
Los latinistas, y de modo particularmente relevante Díaz y Díaz2, han estudiado la situación lingüística en la época visigótica. Frente a la idea muy extendida de que ésta es una época de gran decadencia cultural, prevalece actualmente un juicio mucho más benévolo: durante los siglos VI y VII hubo un período de progresiva recuperación de la latinidad, aunque este proceso adoptó la forma de recopilación de saberes más que de creación de saberes nuevos. Para algunos, la época de San Isidoro (560-636) fue un verdadero modelo para Europa, ya que se fomentó el aprendizaje de la lectura y de la escritura, se recogieron fuentes gramaticales clásicas, principalmente de Donato, y se difundió, al menos entre la elite social y cultural visigótica, el saber de la época. En lo que ya no coinciden historiadores y filólogos es en describir la situación lingüística "real". Para la mayoría, Díaz y Díaz entre ellos, hay que hablar de la pervivencia del latín imperial, aunque con rasgos de evolución propios y, con toda seguridad, con la existencia de otros rasgos evolutivos que serían la manifestación incipiente de procesos posteriores de transformación. Se ha sostenido, por el contrario, que la lengua utilizada por san Isidoro, lo mismo que otros escritores posteriores como Julián de Toledo, responde al vernáculo común, trasladado a la escritura al modo latino. Sería inadecuado entrar aquí a analizar los argumentos en favor o en contra de una u otra opinión. Lo cierto es que los textos de la época, no sólo las Etimologías, sino también los numerosos sermonarios y penitenciales que se copian en este período, reflejen o no la pronunciación vernácula o latina (extremo éste inverificable porque san Isidoro no hace distinciones a este respecto), reflejan una sintaxis básicamente latina, aunque con ciertas peculiaridades: se mantiene el régimen de casos y las formas de concordancia, siguen vigentes las formas sintéticas de la voz pasiva, el orden de palabras responde a la relación casual, etc. Si a partir del siglo VIII, el mozárabe, continuación lingüística natural de la época visigótica, ofrece una estructura gramatical radicalmente diferente, mal podemos aceptar que la lengua de los textos de san Isidoro fuera la del vernáculo común. Claro está que el obispo hispalense, y con él la reducidísima minoría intelectual de su tiempo, podría hablar de manera muy próxima al modelo escrito, pero no podemos extender esta situación a la del común de los hablantes. Que la evolución de TY, CY estaba en marcha era evidente, lo mismo que la tendencia a la pérdida de la cantidad vocálica y muchos otros fenómenos más que podrían citarse. Más difícil es determinar hasta qué punto las diferencias sociolingüísticas (no territoriales, ya que nada autoriza a señalar áreas dialectales en sentido estricto), anuncian diferencias idiomáticas. Los habitantes de la Iberorromania de los siglos VI y VII hablaban latín, claro está, pero en el sentido de que las variantes que pudiera contener ese latín eran la evolución natural del latín imperial hablado, cada vez más diferenciado de la escritura, en cuanto que ésta estaba sometida a normas de la gramática y de la retórica. Cuando un hablante pretendía aprender la lectura o la escritura tenía que hacerlo sobre la técnica tradicional latina y, por tanto, pretendía escribir en latín. Parece difícil aceptar que todavía en época visigótica hubiera distinciones idiomáticas entre latín y lo que habría de ser vernáculo romance y, mucho menos, conciencia de esa diferenciación, lo que no impide que ciertos fenómenos evolutivos, no sólo fonéticos, sino también morfológicos y sintácticos, estuvieran en marcha, aunque con distinto grado de consolidación en relación con los estratos socioculturales de hablantes.

No es menos cierto, sin embargo, que los usuarios de textos escritos necesitaban a menudo ayudas para interpretarlos. Éste es el origen de los glosarios que comienzan e redactarse en toda la Romania. Los comentarios y aclaraciones a los textos clásicos constituyen el origen de la tradición glosística que había de llegar a la Edad Media. Tales comentarios fueron cada vez más necesarios, a medida que la cultura clásica fue haciéndose más repetitiva y menos original. En principio, pues, las glosas no eran repertorios léxicos, sino comentarios variados a textos que era preciso explicar. A veces, tenían la forma de diccionarios, pero la intención de sus redactores no era la propia de un lexicógrafo, sino la de un recopilador del saber. A la caída del Imperio florecieron los glosarios, siguiendo el ejemplo del más famoso de ellos, las Glosas de Plácido Gramático. Surgió al mismo tiempo un tipo de obras, con mayor carácter lexicográfico, constituido por repertorios de sinónimos y de "diferencias de palabras". De entre los primeros destacan las famosas Synonima ciceronis o Synonima colligere. Las Etymologiae de San Isidoro contienen dos libros dedicados a distinguir palabras de significado o forma próximos, que adquieren un carácter enciclopédico más que lexicográfico. Por otra parte, el Liber X de las Etymologiae, De vocabulis, sí constituye un verdadero repertorio lexicográfico3. Lo cierto es que al llegar al siglo VIII, período -no lo olvidemos-en que se produce la fragmentación lingüística general de la Romania, hay en toda Europa una verdadera tradición glosística consolidada. El Liber Glossarum, que circuló ampliamente por gran parte de Europa, quizás de origen hispano visigótico, es el cuerpo de glosas más importante de la alta edad media. Estas glosas, junto con muchas otras, constituyeron las fuentes de donde se nutrieron las glosas particulares que habrían de aparecer posteriormente, y entre ellas las glosas hispánicas de los siglos IX y X4. Estos glosarios no "traducían" al romance; eran glosas de latín a latín, o, si se quiere, de latín de los textos escritos a latín común. Su necesidad se hizo más evidente a medida que se consolidó la disociación idiomática entre la escritura y la oralidad, proceso que ocurre para Hispania entre los siglos VIII y XI. No puede sorprender, por tanto, que sea precisamente en el novecientos cuando aparezca el Glosario contenido en el códice 46 de la R.A.H. al que me referiré más adelante, y que al decir de sus editores es "el primer diccionario enciclopédico de la Península Ibérica"5. La interpretación que se ha hecho del proceso de elaboración de los glosarios se ha basado en la idea de que unos eran copia de otro o de otros, de tal manera que los distintos glosarios constituirían una cadena en la que sería fácil apreciar el modo en que se habían adaptado total o parcialmente. Esto estaría facilitado por el hecho de que, con frecuencia, los glosarios devenían en vocabularios o lexicones que resultaban de la compilación de las glosas de un autor o de una obra determinados. También manuales de enseñanza y gramáticas sirvieron de fuente para elaborarlos. Por eso es fácil encontrar en los glosarios indicaciones gramaticales más que lexicográficas. No hay que descartar, sin embargo, la hipótesis de que algún glosario no fuera el resultado del acopio de materiales anteriores, sino obra original de un autor que actúa por necesidades ocasionales6. Más adelante, examinaré si esta hipótesis es aplicable o no a las glosas emilianenses. Lo cierto es que, como explicó Díaz y Díaz, los glosarios constituían obras complejas, en las que se mezclaba información lingüística (léxica y gramatical) con información cultural.

La situación cultural y lingüística de Iberorromania era radicalmente distinta de la que ofrece la Francia carolingia. La distancia que existía ente San Isidoro de Sevilla, restaurador de la latinidad visigótica, y Alcuino, recuperador del latín imperial, era abismal. Ello obedece, entre otros muchos factores, a uno esencial: Alcuino es el intérprete intelectual del intento de restauración imperial de Carlomagno. Ese intento necesitaba de la restauración lingüística porque no se concebía otra cultura que no fuera la que se expresaba en latín. Pero no debe olvidarse que Alcuino muere en 805 y ya de 842 son los Serments de Strasbourg, que obligan a utilizar el romance en un acto solemne de gran trascendencia política y jurídica. Ahora bien, deducir de esa diferencia que en Hispania no existió el latín medieval hasta después de 1080 hay un gran trecho que, a mi juicio, no está suficientemente justificado. Intentaré explicarlo.


3. EL NACIMIENTO DE LAS LENGUAS ROMANCES
Ahora debemos plantear la siguiente pregunta: ¿en qué consistió el proceso que dio lugar al nacimiento de las lenguas romances? Esta pregunta pudiera ser pretenciosa a estas alturas, ya que Menéndez Pidal lo explicó magistralmente en sus Orígenes del español. Mi propósito es mucho más modesto, pues consistirá en un recordatorio de cosas sabidas, aunque a menudo mal interpretadas. En el nacimiento de las lenguas no se produce un desgajamiento troncal que pueda fecharse en un momento determinado ni localizarse en un lugar único. Se trata, más bien, de la aglutinación de tendencias evolutivas diversas, vacilantes en un principio, que van adquiriendo una cierta regularidad y que son adoptadas progresivamente por una comunidad humana cuya capacidad de expansión, por distintas circunstancias, se fortalece en un proceso temporal considerable. Trasladado esto al caso del castellano y de las otras lenguas iberorromances, el proceso consiste -y no se ha dado otra explicación más convincente- en una progresiva separación entre la lengua que se habla y la que se escribe. ¿Cuándo una y otra son lenguas diferentes? Para responder a esta pregunta hay que atender a dos planos bien diferenciados: uno, de carácter interno, que obliga a determinar cuáles son las diferencias estructurales que distinguen dos lenguas; otra, de carácter externo, que atañe a la conciencia lingüística de los hablantes, y que se manifiesta en la idea de que lo que se escribe es lengua aprendida, no espontánea, que necesita ser traducida para quien no ha acudido a los centros de enseñanza (escuelas, monasterios, talleres de copistas, etc.). Nadie puede esperar que, hasta muy avanzado el proceso, haya una manifestaci6n explícita de esa conciencia lingüística, pero sí es posible determinar cuáles son los indicios que manifiestan la conciencia de la diversidad lingüística para una comunidad social.

Comoquiera que sea, este proceso en cada ámbito lingüístico, lo cierto es que el paso del latín al romance se produce sin solución de continuidad y está condicionado por la relación filogenética que existe entre la lengua originaria y los romances derivados de ella. Este proceso es dinámico en el sentido de que lo que comienza siendo variación discursiva ( oralidad frente a escritura, diferentes tipos de discurso o de texto, etc.) se convierte en una diversidad idiomática, en la que el latín es lengua aprendida en la escuela, y el romance la lengua espontáneamente adquirida. Difícil es dilucidar si el proceso de transformación es simultáneo a escritura y oralidad, aunque con diferente ritmo temporal, o si el romance surge sólo en la oralidad y, posteriormente, adquiere carácter de escritura. Desde una hipótesis basada únicamente en criterios fonéticos, podíamos pensar que los cambios se producen sólo en la oralidad, ya que la transformación de ciertos rasgos articulatorios es de origen exclusivamente vocal; las grafías sólo se transforman en virtud de una convención cultural. Sin embargo, si observamos cuál es la naturaleza de los cambios gramaticales (morfológicos y sintácticos), advertiremos que las transformaciones afectan a la estructura completa del sistema lingüístico. Si el cambio fuera exclusivamente fonético, no habría graves inconvenientes para aceptar que los documentos primitivos son sólo la "traducción" gráfica del vernáculo; si tenemos en cuenta la profundidad de los cambios sintácticos, advertiremos muchas dificultades para no aceptar que lengua escrita y lengua hablada se han bifurcado. Lo que ocurre, además, es que la interrrelación de oralidad y escritura se produce continuamente, incluso en el caso -que aceptamos considerar hipotético en cuanto que se halla en el centro de una discusión científicade que los documentos primitivos, anteriores a la reforma cluniacense, reflejaran una lengua única: el vernáculo o romance.

4. LATÍN Y ROMANCE ENTRE LOS SIGLOS VIII Y XI
Si para la época visigótica hay que suponer una situación língüística relativamente uniforme, pero atravesada ya por importantes variaciones sociolingüísticas, cuyo estrato más bajo constituiría el llamado protorromance, a partir de 711la situación cambia completamente. Fragmentación territorial y decadencia cultural arruinan la ya debilitada relación entre oralidad y escritura. Las consecuencias están descritas por Menéndez Pidal en sus Orígenes del español. De una parte, se aceleran y generalizan las incipientes tendencias evolutivas presentes ya a finales de la época visigótica: el mozárabe es su heredero directo. De otra, cada uno de los núcleos territoriales que habían resistido la invasión musulmana, desarrollan esas mismas tendencias y generan otras nuevas que darán lugar a la división lingüística de la Iberorromania, con las peculiaridades, bien conocidas, de Cataluña, sometida a la influencia francesa desde la época carolingia, y de Galicia, que no sufrió el embate de la conquista musulmana. La creación escrita no se interrumpió nunca. Los cenobios visigóticos y mozárabes conservaron celosamente antiguos manuscritos visigóticos, principalmente colecciones homiléticas y sermonarios, y, con ellos, la tradición de los escritorios. La Rioja es una región privilegiada en este sentido. Bien conocida es la existencia de pequeños monasterios en la Rioja alta y en la llamada "Riojilla burgalesa", de donde proceden algunos de los manuscritos que se conservan en San Millán. Sabemos que los clérigos tenían la obligación de leer en voz alta, con recitación rítmica o cantados, según los casos, los textos litúrgicos. Esto significa que era necesario aprender a leer y, en su caso, también a escribir. Conviene recordar, no obstante, que una gran parte de los clérigos sólo aprendían a leer y que la escritura era tarea de artesanos especializados y de clérigos cultos. No es fácil describir en qué consistía aprender a leer. En una primera etapa parece que sólo se trataba de identificar las litterae con los sonidos, ¿pero cuáles: los latinos o los romances? Tenemos que pensar que, en un primer momento, aprender a leer y escribir coincidía exactamente con aprender latín, puesto que no existía tradición de escritura romance antes del siglo X. La necesidad de transcribir con nuevos signos gráficos sonidos que no existían en latín no surge hasta los siglos X-XI. La descripción que hace Menéndez Pidal de la ortografía en la época de los orígenes de la lengua, nos atestigua la existencia de una tradición que venía gestándose lentamente. Documentos castellanos, leoneses y aragoneses del siglo XI muestran diferencias ortográficas que parecen corresponder a técnicas de escuelas distintas. Hay que advertir, sin embargo, que las diferencias entre oralidad y escritura no pueden limitarse a la relación que existe entre grafía y sonido, sino que tiene un carácter mucho más importante: atañe a la gramática (morfología y sintaxis) y también a la organización del discurso, esto es al tipo de texto que trata de construir el redactor.

En el origen de las lenguas romances, el paso de la oralidad a la escritura está ligado a la aparición parcial de rasgos que eran exclusivos de la lengua hablada en los textos escritos. ¿Cómo se produjo ese proceso? La cuestión se ha planteado en los últimos años en torno a la siguiente pregunta: ¿los redactores de documentos eran hablantes de una lengua única (el vernáculo o romance) o seguían usando también el latín, o un cierto latín, como lengua de la escritura, diferenciándola idiomáticamente de la lengua común?

El análisis de los textos románicos permite establecer la tesis de que el proceso es homogéneo en todas las lenguas románicas, quizás con la excepción del sardo. Parece prudente partir de la idea de que en el paso de la oralidad a la escritura no existe una secuencia lineal continuada, sino que se trata de un proceso condicionado por diversos factores, entre los que seguramente el más importante es el tipo de texto que trata de escribirse. El proceso es, claro está, progresivo, pero no desarrollado con uniformidad cronológica. La inserción de los rasgos orales en la escritura habría dependido, entre otros, de factores como los siguientes: 1) del saber del redactor (clérigo, notario, mero copista, etc.); 2) de la forma de discurso elegida; 3) del tipo de texto, según que su contenido estuviera más o menos cercano a las necesidades informativas del usuario del documento, y 4) del saber del receptor. Hay redactores de textos (sean estos meramente informativos -documentos- u obras litúrgicas o literarias) que conocen no sólo el arte de la escritura, sino también la lengua convencional que la tradición ha consagrado, esto es el latín, propio sólo de la escritura. Así ocurre con los redactores cancillerescos que escriben crónicas en latín ( Cronica Adefonsi imperatoris, Cronica Roderici, Cronica Silense, Cronica Najerense, etc.); con el autor del Poema latino de Almeria, del siglo XII, con los autores de prosas rítmicas y de himnos litúrgicos, pero también con los textos que se utilizaban en la pastoral eclesiástica, principalmente sermonarios y penitenciales. Junto a estos doctos, que son los autores de glosas, existían sin duda otros que sólo sabían redactar determinados documentos siguiendo fórmulas más o menos fijas; eran "profesionales" de la escritura de sólo determinados tipos de texto. No todos tienen la misma capacidad no ya sólo respecto de su saber latino, sino de su saber de la escritura. En otro plano, había quienes sabían leer o recitar en voz alta, siguiendo el método de una letra igual a un sonido, sin que ello garantizara la comprensión de lo que se leía. En las escuelas medievales aprender a leer y escribir no siempre se correspondía con aprender latín, aunque esto último se produjera casi siempre. Eso explica el famoso episodio del "milagro" de Berceo sobre el clérigo ignorante que sólo sabía decir la misa de Santa María, es decir que sólo sabía recitar el texto litúrgico correspondiente. No se trata, concebido en términos sociológicos, de que exista una estratificación lingüística determinada por una escala descendente de latinidad, es decir que hubiera usuarios del latín como lengua única en el plano superior de los doctos y una serie de niveles sociales que mezclarían el romance con el latín, sino de que los textos escritos reflejan la tensión existente entre una lengua común -que desde el siglo VIII es el romance- y una lengua escrita, que la tradición escolar, eclesial, jurídica y administrativa obligaba a ser o parecerse al latín 7. A mi juicio, existen dos planos de oposición, cruzados transversalmente: de un lado, la tensión entre oralidad y escritura; de otro, la imbricación del romance en el latín y, a su vez, de éste en el romance, al que enriquece constantemente por medio de préstamos (cultismos y semicultismos). Para dar cuenta del modo en que el romance llegó a sustituir al latín como lengua de la escritura, es preciso explicar cómo funcionan esos elementos transversales, que no se corresponden ni exclusiva ni principalmente con la equivalencia grafía-sonido, sino con la forma de configurar los discursos y, por tanto, de organizar los textos.

5. BILINGUISMO O MONOLINGUISMO EN EPOCA PRIMITIVA
Parece difícil asimilar el proceso de abandono del latín en Hispania del equivalente que se produjo en la Galorromania. La situación en la Iberorromania estuvo condicionada por la fragmentación política subsiguiente a la invasión musulmana y la depauperación cultural de los primeros siglos de la Reconquista. Salvo en el caso de Cataluña, por la peculiar vinculación de la antigua Marca Hispánica al reino carolingio, la incomunicación fue el rasgo común de cada uno de los núcleos reconquistadores. También debieron ser muy relevantes las diferencias de orden social. Como se ha dicho antes, el latín literario fue cultivado con notable acierto en los ambientes selectos de la sociedad visigótica, hasta el punto de mostrar una gran vitalidad hasta el final del período. Díaz y Díaz8 ha estudiado la lengua de los numerosos textos litúrgicos de la época visigótica y ha descrito los rasgos de este latín. Estos textos muestran hasta qué punto estaba vivo el latín postimperial. Por otro lado, ese latín hablado poseería ya a fines del período algunos de los rasgos evolutivos que habrían de generalizarse posteriormente en las diversas lenguas iberorromances.

Como se ha indicado antes, Roger Wright viene sosteniendo en repetidos trabajos9 que entre los siglos II y XI para Hispania (hasta el IX para la Galia) sólo existe una lengua, el vernáculo o romance, que es la lengua en que se escriben las obras de la época visigótica, aunque la transcripción gráfica, al hacerse bajo la forma de la ortografía latina, pudiera presentar otra apariencia. De este modo, niega tajantemente la teoría de las dos normas, descrita por Menéndez Pidal en los Orígenes del español, y, más aún, la existencia de dos lenguas -latín y romance- hasta después de la introducción de la reforma cluniacense desde finales del siglo XI. Dejando aparte los argumentos que pudieran esgrimir los latinistas a favor o en contra de esta tesis, desde la perspectiva de la romanística las tesis de Wright tropiezan, a mi juicio, con ciertas evidencias, de entre las cuales selecciono las siguientes: 1) la existencia de glosarios inequívocamente destinados a la enseñanza, no ya de la ortografía, sino de la sintaxis y del léxico; 2) la coexistencia desde el siglo IX de documentos con una sintaxis absolutamente diferenciada de otros textos que sí están escritos en latín; 3) el apriorismo, no verificado empíricamente, de que una cierta ortografía refleja una fonética romance; 4) la suposición de que el vernáculo o romance fuera hasta el siglo XI básicamente uniforme en toda Iberorromania tropieza con la realidad de que existió desde muy pronto una gradación de preferencias evolutivas que afectaban no sólo a la fonética sino también a la morfología ya la sintaxis; tales tendencias fueron configurando, desde luego antes de fines del siglo XI, espacios dialectales con isoglosas perfectamente delimitadas (pérdida de vocales finales, formas de la diptongación, aspiración y pérdida de f - inicial, palatalización de grupos consonánticos, formas del artículo y de los demostrativos, etc.), sin que por eso dejaran de existir formas evolutivas compartidas; 5) la evidencia de que los cambios lingüísticos son correlatos de cambios sociales; parece imposible que esas variaciones sociolingüísticas no fueran hasta el siglo XII generadoras de diferencias idiomáticas; 6) se olvida que las diferencias diatópicas influyeron decisivamente en ese supuesto vernáculo uniforme, diferenciándolo y fragmentándolo en época muy anterior al siglo XI; cada lengua románica es, en su origen, un "complejo dialectal", como fue definido hace muchos años por García de Diego10 y confirmado por otros historiadores de la lengua; y 7) la distinción entre oralidad y escritura es, como se ha indicado antes, mucho más compleja de lo que supone Wright, quien sólo considera la correspondencia entre grafías (litterae) y sonidos11.

En el fondo de la cuestión creo que existe una confusión respecto del concepto de bilingüismo, que no puede aplicarse en la acepción actual a la situación lingüística de los siglos VIII a XI en la Península Ibérica. El supuesto monolingüismo vernacular comprendía, en realidad, una tan intensa variación interna que equivaldría a verdaderas diferencias idiomáticas. Por eso prefiero pensar que en esos "siglos oscuros" existían no ya dos normas, equivalentes a dos lenguas (latín y romance), sino una gradación de usos que revelaría desde el máximo de latinización (lo que conocemos como latín medieval) hasta un máximo de romancearniento, con abundantes formas híbridas que manifestaban la presión de la lengua hablada sobre la escrita, pero también la de ésta sobre aquella. Los textos primitivos manifiestan una situación de gran inestabilidad que era consecuencia no sólo de la dinámica evolución interna, sino también de la diferente forma en que escritura y oralidad se presionan mutuamente. Bastardas Parera12 explicó que el bilingüismo de los clérigos consistía en que poseían una lengua espontáneamente adquirida -que emplearían en la comunicación ordinaria- y otra, el latín de la escuela, aprendida para ser escrita, y también para la lectura en voz alta y la recitación litúrgica. Se hace difícil admitir que en esa situación no existiera una constante influencia mutua entre los dos extremos de la gradación, con una diversidad de usos intennedios que en buena medida serían de naturaleza híbrida. Con el paso del tiempo, el aprendizaje de la escritura (latín) se fue diversificando en función de la pericia del redactor y del copista. El proceso que llevó al uso del romance en la escritura fue, por tanto, gradual. Parece plausible la apreciación de Frank y Harman13 de que en este proceso existen, dentro de un "continuum" cronológico, dos fases o etapas: una, en la que el redactor sólo cuenta con los modelos latinos, en los que se introducen más o menos variantes procedentes de la lengua hablada, según el tipo de discurso que se pretenda organizar; otra, posterior, de larga duración, en la que se desarrolla una tradición escrita en lengua vulgar. En mi opinión, esto hay que proyectarlo no sólo sobre la ortografía, sino sobre todos los niveles de lengua. Así, por ejemplo, el inventario leonés titulado Nodizia de kesos, del siglo X (980?) interesa no sólo porque en él existen palabras con grafías que corresponden a la fonética romance, sino también por el tipo de vocabulario romanceado y por el tipo de texto en que se hallan esas voces y grafías. Actualmente puede aceptarse o no la existencia de lo que Menéndez Pidal llamó "latín notarial leonés"14 en cuanto que constituyera un sistema de lengua específico, pero parece más difícil no admitir que en esos documentos se manifiesta una progresiva invasión de elementos romances sobre estructuras lingüísticas que eran latín. De este modo, lo mismo que hubo una estratificación social del uso lingüístico en la oralidad, tuvo que haberlo en la escritura, según se nos manifiesta en los documentos de toda la Romania entre los siglos VIII y XI. En gran parte ello debió depender del tipo de texto y la cercanía de los elementos referenciales contenidos en las significaciones léxicas al interés de comunicación de los usuarios de tales documentos. Los Fueros, por ejemplo, comenzaron a redactarse en latín, pero pronto la presión de los usuarios obligó a redactar versiones en romance. Las mismas glosas pertenecen a una tradición textual de progresivo romanceamiento. Así adquieren relevancia dos de los aspectos citados antes, en los que es preciso situar las relaciones entre latín / romance, de una parte, y escritura / oralidad, de otra.

EL USO DE GLOSARIOS Y SU INTERÉS PARA LA HISTORIA DE LA LENGUA
José Jesús Bustos Tovar
(Universidad Complutense, Madrid)
La Enseñanza en la Edad Media
X Semana de Estudios Medievales Nájera, 1999
Instituto de Estudios Riojanos, 2000

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